sábado, 14 de mayo de 2011

JOSÉ MARÍA ARGUEDAS / Evocación Cecilia Bustamante


JOSÉ MARÍA ARGUEDAS: Evocación
Cecilia Bustamante
(*)


“Tú ves, como niño, alguna cosa que los
mayores no vemos…”
José María Arguedas

(Los ríos profundos. p. 14)


“Después de los catorce años fui rescatado por la sociedad de los “blancos”. Fui huérfano de la madre a los tres años… luego de una adolescencia de trotamundos por el terrorismo humano y geográfico más diverso y hermoso, alcancé a ingresar a la Universidad de San Marcos de Lima. Murió mi padre cuando acababa de entrar a San Marcos. Ya profesor en el colegio fiscal Mateo Pumacahua de Sicuani, en 1939, me casé…”.1

Mi padre había viajado al norte del Perú a tentar fortuna. Regresó a Lima en 1939, con varios niños y poca fortuna. Veníamos con grandes deseos de conocer a los abuelos, tíos, primos, cuyas imágenes y nombres mi padre había mantenido vivos en – para nosotros-, fantásticas historias. A la luz de las lámparas de gasolina escuchábamos en la alejada hacienda piurana de “Parihuanás”, sus relatos sobre nuestros choznos, bisabuelos y abuelos en varios lugares del sur del Perú y el norte de Chile. Cuentos. Cuentos sobre las más cercanas figuras de sus hermanas Alicia y Celia Bustamante, las que se dibujaban en mi imaginación infantil como dos mujeres extraordinarias. La voz de mi padre se teñía de admiración y cariño al recordarlas.
Cuando pusimos pie en Lima, luego de tres días de viaje por mar desde Paita al Callao, conocimos por fin a los abuelos, a nuestros pequeños primos, a nuestra familia.
Sentí para siempre una gran admiración por Alicia y Celia. No eran como otras personas: parecían unidas por un lazo invisible de fuerza, una pasión que animándolas en todo momento les concedía singularidad y belleza. Más tarde comprendí que, ingrediente de esa fuerza, era también su ideal político y su posición a favor de los indígenas del Perú.

Viajaron constantemente por los pueblos de la costa y de las sierras y reunían objetos de arte popular que más tarde conformaron su famosa Colección de Arte Popular Peruano.2

Alimentaron así su casi agresivo amor al Perú, en defensa de todo lo nativo y de los artistas populares a quienes constantemente ayudaron.

Fue natural que se conocieran con José María Arguedas cuando éste llegó a Lima. Alguien lo llevó a la Peña Pancho Fierro, el lugar de reunión que mis tías habían fundado; allí, artistas e intelectuales peruanos y los extranjeros que nos visitaron entonces, convergieron por más de veinte años haciendo de esta Peña la vanguardia de la vida cultural peruana.2 José María y Celia se enamoraron pronto y se casaron en 1939 – en un día lejano que dejó algunas imágenes en mi recuerdo.

La casa de mis abuelos en la calle Mariquitas 336, estaba con más gente que de costumbre. Vivíamos allí también los Bustamante Moscoso. Mi abuela, Josefina Vernal y Luza, estaba ciega desde hacía varios años, Celia era última hija y la más querida.
Mi abuela deseaba saber lo que estaba sucediendo a su alrededor: cómo estaba vestida Celia, qué hora era, pues su hija iba a emprender viaje después de la ceremonia.
Yo había aprendido a leer muy temprano y como le tenía un gran cariño a mi abuela, me había convertido en su “lectora y acompañante”. Ansiosa de comunicación, me confiaba largas historias de su vida de colegiala en Europa, su niñez en Iquique, recuerdos, deseos, momentos de la vida que habían desaparecido. Hablaba a un niño, quien confiamos olvide.
Celita se casaría con un escritor que hablaba el quechua y que escribía también en ese idioma, mezclando en sus cuentos el castellano y la lengua nativa. Un muchacho inteligente que había encontrado un puesto en un pueblo muy lejos, cerca del Cuzco y que se llamaba Sicuani. Allí se llevaría a mi tía Celia cuando se casaran. Lástima que no tenían dinero. Y dejaba resbalar algunas lágrimas en su oscuridad.



- Me llamaban “doña Josefina, la cieguita “; quisiera poder verlo. Buen muchacho. Un escritor, lástima que van a trabajar tanto y tan lejos, pero así son los artistas…
Había algo más que la tenía triste:
- José no estará aquí. Se casarán por poder, ¿entiendes?
- No, abuela.
- Bueno, quiere decir que otra persona representa al novio. Además, no van a ir a la Iglesia, ellos o creen en esas cosas.
Suspiraba, se secaba otras lágrimas con su pañuelito con olor a lima que luego escondía en una de sus mangas. Supongo que fue Emilio Adolfo Westphalen quien representó a José aquel día entre las maletas a medio cerrar, algunos pacientes cercanos y poquísimos amigos.3 Celita se apuraba vestida de blanco con un traje de dos piezas tejido a palitos, se le veía muy linda. Alicia, emocionada y chaposa, ponía en orden algunas cosas. Las dos entrañables hermanas se iban a separar por primera vez.

José María, Celia y Alicia formaron una triada muy unida por sus ideales y la acción. Durante por lo menos un cuarto de siglo, su casa fue también posada de los artistas populares que llegaron a la gran ciudad desde las alturas de los Andes. Sus coincidencias fueron vitales y la época de su más profunda búsqueda y producción se dio mientras estuvieron trabajando juntos. Su vinculación fue muy plena: José escribía sobre un mundo al que Alicia pintaba en sus cuadros y Celita los apoyaba íntegramente.
Especialmente a su marido, el escritor serrano que tenía que imponerse en un medio tan clasista y superficial como tiende a ser la sociedad limeña. Mis tías conocían muy bien ese ambiente, lo desafiaron constantemente al precio de algunos pesares de mis abuelos que las aprobaban en silencio y la censura de muchos parientes con resabios de “aristócratas” venidos a menos.

La tía y su escritor se fueron al pueblo de la sierra. A veces llegaban cartas y fotos. Mucho campo, sol, trigo, música: la esencia misma de lo que a ellos les gustaba. Viajaban a otros pueblos, su amigo Emilio Adolfo se les unió en un viaje a Huánuco; con Celia y José enlazados bajo el sol, quedó después de recuerdo una fotografía en traje de baño, felices.

Tiempo después volvió de visita “la pareja”, como los llamaba mi abuela. Entonces conocí a José María. Era un hombre muy sencillo, modesto y dulce. Reconocí en él a los amigos de provincia en las sierras donde habíamos crecido. Su aire infantil invitaba al juego, a los cuentos. Resultó ser un preguntón: quería saber nuestras historias, lo que habíamos conocido, escuchado, aprendido, comido, jugado, lo que los indios de esos pueblos nos contaban en las tardes.

Recordé el sabor de estas divertidas conversaciones mucho tiempo después cuando tuve en mis manos Canciones y cuentos del pueblo quechua (1947), colección de tradiciones, mitos y leyendas que reunió con un grupo de investigadores en el colegio donde estudié y en otros colegios del país.

Celia y José se instalaron al volver, en la casa de mis abuelos. Trabajaban mucho y ya no se podía jugar tanto con él. Su cuarto era un lugar fantástico para mí, mezcla de taller y de cuarto en que se vive y se descansa. Colmado de objetos de arte popular peruano, mejicano, de alforjas, chullos, quenas, mantas, charango, guitarra, papeles, una maquinita de escribir vieja y ruidosa en la que mi tía siempre tecleaba. José escribía a mano. Tenía una mano lisiada, yo había escuchado a mi abuela que cuando niño José había tenido una madrastra muy mala que lo maltrataba. Imaginé que tendría algo que ver con esos dedos encogidos y me daba mucha pena.

José María conversaba mucho con mi abuela en la penumbra del comedor; yo los contemplaba a través de una mampara, en que alguna tarde de invierno limeño que me apretaba el corazón con algo parecido al miedo. Desde mi sillita de mimbre veía como estaban juntos a la cabecera de la mesa, como si le estuviera dando quejas de lo que le habían dicho cuando niño. Mi abuela sacudía la cabeza, le hacía preguntas, le tocaba la mano.
Hablaba mucho con “la viejita”, como también la llamaba.

Cuando él estaba trabajando, no debíamos entrar a su cuarto. A veces nos llamaban a saludar a algún amigo que querían que conociéramos, a algún pariente, rápidamente. Allí conocí por primera vez a Alliocha, hijo de sus amigos los Ortiz Rescaniére. Le tenían predilección, era un niño inquieto, muy inteligente. A él se refería José María en su carta de despedida al Rector de la Universidad Agraria, Alejandro Ortiz, su discípulo muy querido.

Una tarde llegó a buscarlos un muchacho flaco, alto y narigón. Con las manos en los bolsillos del gabán, aire apurado, una sonrisa simpática y contagiosa; era Sebastián Salazar Bondy que había llegado de Buenos Aires; ingresó también a su grupo de amigos de la Peña. Otra vez, en el mes de Octubre, arreglaron los balcones de la casa para que llegaran sus amigos toreros a ver pasar la procesión del Señor de los Milagros, a echarle flores mientras subía el incienso. Manolete fue su conocido, lo mismo Dominguín y algunos otros señoritos toreros que practicaban en la hacienda Huando.

Tuvieron una casita en la playa de Supe, al norte de Lima. Era entonces un puerto hermoso, sin fábricas de harina de pescado. Allí invitaron año tras año a sus amigos de la Peña, después de la temporada comentaban con mi abuela los amoríos y acontecimientos del verano. Visité una sola vez ese lugar, cuando aún no estaba terminado de construir, cuartos sin techo, un patio mirando hacia el mar, macetas, conchas incrustadas en las paredes de los baños. Cuadros de pintores indigenistas en las paredes del comedor. Pasaron en Supe alegres momentos con sus amigos pintores, poetas, músicos.

Ella (Celia) su hermana Alicia y los amigos comunes, me abrieron las puertas de la ciudad de Lima, me hicieron más fácil mi no tan profundo ingreso a ella y, con mi padre y los libros, el mejor entendimiento del castellano, la mitad del mundo. Y también con Celia y Alicia empezamos a quebrantar la muralla que cerraba Lima y la costa – la mente de los criollos todopoderosos, colonos de un mezcla bastante indefinible de España, Francia y los Estados Unidos y de los colonos de estos colonos…”4

Mi abuela mencionó que José estaba terminando otro libro, que no había que entrar a su cuarto, ni tocar algún papel.
- Van a publicar un libro nuevo. Tu tía Alicia le ha hecho los dibujos; las viñetas, se debe decir.

Sí, ya lo sabía, había visto a Alicia ante un caballete. Me gustaba verla pintar, pero la importunaba haciéndole muchas preguntas que no sabían indiscretas. Le pregunté algo que la irritó tanto que me dio con la paleta en la cabeza, salí disparada y resentida. Así que no le conté a mi abuela cómo eran sus nuevos dibujos y menos sobre los cuadros que estaba pintando. Por lo general, le leía las críticas de arte sobre sus exposiciones, lo mismo sobre lo publicado respecto a José María. No entendía ni jota, a veces reconocía algún nombre, lo demás era aún muy complicado para mí. Pero mi abuelita disfrutaba mucho y se llenaba de orgullo.

- Lee eso de nuevo, ¿cómo dice, “excepcional”, “auténtico”?

Poco después apareció Yawar Fiesta. El día que llegaron algunos paquetes de libros de la imprenta, en su cuarto no se podía ni caminar. Algunos amigos, mis otros tíos y tías, mis primos, todo era un alborozo. La abuela me llamó esa tarde después del lonche, como siempre, para que le hiciera conversación.

A la cabecera de la enorme mesa, esta vez comprendí que no iba a escuchar la radio.
- Ven, Yola, léeme ahora el libro de José. Dime bien cómo son las viñetas.
Y sacó de su regazo un ejemplar nuevecito, se trataba de un libro de no excesivas páginas que le describí minuciosamente, el pie de imprenta, todo. Mi abuela, como dije, había crecido en Europa; regresó al Perú a los 26 años para casarse con don Carlos Bustamante y Gadarillas, de Arequipa. Ella hablaba cinco idiomas, pero prefería el alemán, sabía de memoria poemas de Goethe, Schiller. Al leerle Yawar Fiesta, nos deteníamos en las palabras quechuas.
- Parece alemán me decía. ¿Le gustará a la gente el uso de tanto quechua en un libro?

“¿Qué soy? Un hombre civilizado que no ha dejado de ser, en la médula, un indígena del Perú, indígena, no indio. Y así he caminado por las calles de París y de Roma, de Berlín y Buenos Aires…”5

Cuando habíamos terminado de cenar en la gran mesa presidida por mi abuela y a la cual se sentaban mis tres tíos, los siete nietos de entonces y mis padres; mis tíos elegían algunas noches a un par de nosotros para ir con ellos al Correo Central en la Plaza de Armas, para depositar las cartas. Me gustaba mucho hacer este paseo. Nos llevaban de la mano en la opacidad de Lima, a veces íbamos bajo la garúa. Lima no era todavía una ciudad invadida, ni despersonalizada. Tenía sabor colonial, casonas antiguas, zaguanes, ventanas enrejadas y macetas floridas, balcones coloniales que se veían en la noche como cajitas de encaje dibujadas por la luz interior. Ellos iban comentando la última reunión en la Peña, algo sobre su trabajo, proyectos. Aunque no comprendía sus conversaciones, sentía que ellos poseían una clave que los hacía diferentes, especiales, admirables.

Otras noches, nos iba hablando en quechua, haciéndonos recordar lo que habíamos aprendido en nuestras vacaciones en Huariaca, el pueblo minero donde mi padre se había establecido para vender madera a las minas. Nos enseñaba entonces algunas frases que cuando las estrenábamos con nuestros amigos del pueblo resultaban ser chistes colorados o palabrotas de ésas que dicen los indígenas cuando están eufóricos por el aguardiente y que no dejan de tener la frescura de su sencillez.

Mis tíos fueron también a México, luego hablaban mucho de ese país. Tuvieron gran amistad con Moisés Sáenz. Una fotografía suya estaba en lugar preferente –al lado de su caballete-, en el cuarto de mi tía Alicia. Hablaban de arte popular mejicano y peruano amenazado de ser destruido por el turismo, de la pobreza y abusos contra los indios. Cuando se ponían a trabajar en su obra, estaban como a una gran distancia, en un mundo que yo no podía penetrar, pero que los hacía vivir así como ellos eran:
Seres alegres, jóvenes aún, creativos y apasionados. Todo lo que los rodeaba adquiría un acento de belleza y plasticidad. Sus ropas, sus cosas, la disposición de los muebles, sus souvenirs, algunas plantas, los gatos, sin los que José no podía estar. Los recuerdo: José rasgueando su charango, en el ocio de una tarde feliz, cantando suavemente huaynos que me eran familiares, o sino el estentóreo: “¡Wifalalá! ¡Wifalaalaaá!”. De vez en cuando se lanzaba a bailar. José era como un niño más en la casa; todos lo admirábamos mucho porque mi abuela nos había enseñado a respetar la inteligencia, Cuando nació mi hermana Nora, mi madre le pidió que la cogiera en la pila. A José le agradó mucho ser padrino.

“Desde 1943 me han visto muchos médicos peruanos… y antes padecí mucho con los insomnios y decaimientos…”6
Los años después que terminé mi secundaria, veía poco a José María. Alguna vez me buscó en el diario “La Crónica” donde yo trabajaba y me pidió mis poemas que les lleve días después a su oficina en el Museo. Estaba nervioso, distinto, tenso. Viajaba mucho y se había vuelto famoso, se habían mudado varias veces huyendo de los ruidos que lo perturbaron siempre: los ladridos de los perros, las peleas de los gatos, las estridencias de los vecinos, el ruido de la calle. Algo se derrumbaba sutilmente y Celia pereció en ese caos. Se separaron el 1964, ella no lo había acompañado en sus últimos viajes, se iba con frecuencia a Chile por atención psiquiátrica. Toda la numerosa y conservadora familia mía no pudo comprender nunca por qué José dejó a Celia y menos que hubieran tenido que comunicarse hasta el final. Mi abuela sí lo hubiera entendido, si hubiera estado viva entonces.

Lo iba a buscar a la Galería de Arte donde trabajaba su nueva mujer. Una vez estuvimos con Ángel Rama, tomando café en el “Viena”, al lado de la Galería. Otra vez, en 1968, cuando yo alistaba mi viaje a Estados Unidos, quería conversar con él y despedirme. Me dio sus quejas sobre su salud, su desesperación. Luego me presentó a Sibila: era una mujer joven, sus ojos de una expresión profunda, vivaz, con un velo cálido en la mirada. Me quedé sorprendida, se parecía a mi tía Celia.

Alicia y Celia continuaron viviendo juntas. La primera sufría una enfermedad que la inhabilitó lentamente, trabajaba en el Museo también y el Dr. Luis E. Valcárcel viendo sus dificultades para movilizarse, le cedió su despacho del Director en el primer piso. Murió en brazos de Celia en diciembre en 1967. José María se suicidó finalmente en diciembre de 1969. Celia sobrevivió hasta 1973, cuando murió trágicamente camino a Supe, una noche de Agosto. Habían acabado separándose, víctimas fundamentalmente de un medio como es el Perú, tan duro e inclemente para con sus creadores.

José María y Celia no dejaron hijos. Alicia no se casó, pero irritó algunos convencionalismos limeños. Dejaron muchos libros, algunos cuadros, una magnífica colección de Arte Popular Peruano. Alguien me dijo un día viendo mis esfuerzos inútiles hasta hoy por organizar el Centro de Documentación y Archivo José María Arguedas: “Olvídate, parece que nunca hubieran existido…”
Pero, conforme pasan los años, parece que cantaran cada vez más fuerte con el maestro Oblitas en Los ríos profundos:

Aún estoy vivo,
el halcón te hablará de mí,
la estrella de los cielos te hablará de mí,
he de regresar todavía,
todavía he de volver.


(*) Cielo abierto. Vol. IV. Lima,. octubre 1980. Nº 11. Guillermo Flórez Pinedo, Presidente Consejo Editorial. Págs. 38 – 44.

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