sábado, 14 de mayo de 2011

Juegos Florales 2011 JMA

El Ministro de Educación tiene el agrado de invitar a usted a la ceremonia de inauguración de los Juegos Florales Escolares Nacionales 2011

”José María Arguedas”

Víctor Raúl Díaz Chávez agradece su gentil asistencia


Lugar: Casa de la Literatura Peruana
Antigua Estación de Desamparados

Jr. Ancash 207, Centro Histórico de Lima

Día: Martes 17 de mayo de 2011

Hora : 10:30am

JOSÉ MARÍA ARGUEDAS / Evocación Cecilia Bustamante


JOSÉ MARÍA ARGUEDAS: Evocación
Cecilia Bustamante
(*)


“Tú ves, como niño, alguna cosa que los
mayores no vemos…”
José María Arguedas

(Los ríos profundos. p. 14)


“Después de los catorce años fui rescatado por la sociedad de los “blancos”. Fui huérfano de la madre a los tres años… luego de una adolescencia de trotamundos por el terrorismo humano y geográfico más diverso y hermoso, alcancé a ingresar a la Universidad de San Marcos de Lima. Murió mi padre cuando acababa de entrar a San Marcos. Ya profesor en el colegio fiscal Mateo Pumacahua de Sicuani, en 1939, me casé…”.1

Mi padre había viajado al norte del Perú a tentar fortuna. Regresó a Lima en 1939, con varios niños y poca fortuna. Veníamos con grandes deseos de conocer a los abuelos, tíos, primos, cuyas imágenes y nombres mi padre había mantenido vivos en – para nosotros-, fantásticas historias. A la luz de las lámparas de gasolina escuchábamos en la alejada hacienda piurana de “Parihuanás”, sus relatos sobre nuestros choznos, bisabuelos y abuelos en varios lugares del sur del Perú y el norte de Chile. Cuentos. Cuentos sobre las más cercanas figuras de sus hermanas Alicia y Celia Bustamante, las que se dibujaban en mi imaginación infantil como dos mujeres extraordinarias. La voz de mi padre se teñía de admiración y cariño al recordarlas.
Cuando pusimos pie en Lima, luego de tres días de viaje por mar desde Paita al Callao, conocimos por fin a los abuelos, a nuestros pequeños primos, a nuestra familia.
Sentí para siempre una gran admiración por Alicia y Celia. No eran como otras personas: parecían unidas por un lazo invisible de fuerza, una pasión que animándolas en todo momento les concedía singularidad y belleza. Más tarde comprendí que, ingrediente de esa fuerza, era también su ideal político y su posición a favor de los indígenas del Perú.

Viajaron constantemente por los pueblos de la costa y de las sierras y reunían objetos de arte popular que más tarde conformaron su famosa Colección de Arte Popular Peruano.2

Alimentaron así su casi agresivo amor al Perú, en defensa de todo lo nativo y de los artistas populares a quienes constantemente ayudaron.

Fue natural que se conocieran con José María Arguedas cuando éste llegó a Lima. Alguien lo llevó a la Peña Pancho Fierro, el lugar de reunión que mis tías habían fundado; allí, artistas e intelectuales peruanos y los extranjeros que nos visitaron entonces, convergieron por más de veinte años haciendo de esta Peña la vanguardia de la vida cultural peruana.2 José María y Celia se enamoraron pronto y se casaron en 1939 – en un día lejano que dejó algunas imágenes en mi recuerdo.

La casa de mis abuelos en la calle Mariquitas 336, estaba con más gente que de costumbre. Vivíamos allí también los Bustamante Moscoso. Mi abuela, Josefina Vernal y Luza, estaba ciega desde hacía varios años, Celia era última hija y la más querida.
Mi abuela deseaba saber lo que estaba sucediendo a su alrededor: cómo estaba vestida Celia, qué hora era, pues su hija iba a emprender viaje después de la ceremonia.
Yo había aprendido a leer muy temprano y como le tenía un gran cariño a mi abuela, me había convertido en su “lectora y acompañante”. Ansiosa de comunicación, me confiaba largas historias de su vida de colegiala en Europa, su niñez en Iquique, recuerdos, deseos, momentos de la vida que habían desaparecido. Hablaba a un niño, quien confiamos olvide.
Celita se casaría con un escritor que hablaba el quechua y que escribía también en ese idioma, mezclando en sus cuentos el castellano y la lengua nativa. Un muchacho inteligente que había encontrado un puesto en un pueblo muy lejos, cerca del Cuzco y que se llamaba Sicuani. Allí se llevaría a mi tía Celia cuando se casaran. Lástima que no tenían dinero. Y dejaba resbalar algunas lágrimas en su oscuridad.



- Me llamaban “doña Josefina, la cieguita “; quisiera poder verlo. Buen muchacho. Un escritor, lástima que van a trabajar tanto y tan lejos, pero así son los artistas…
Había algo más que la tenía triste:
- José no estará aquí. Se casarán por poder, ¿entiendes?
- No, abuela.
- Bueno, quiere decir que otra persona representa al novio. Además, no van a ir a la Iglesia, ellos o creen en esas cosas.
Suspiraba, se secaba otras lágrimas con su pañuelito con olor a lima que luego escondía en una de sus mangas. Supongo que fue Emilio Adolfo Westphalen quien representó a José aquel día entre las maletas a medio cerrar, algunos pacientes cercanos y poquísimos amigos.3 Celita se apuraba vestida de blanco con un traje de dos piezas tejido a palitos, se le veía muy linda. Alicia, emocionada y chaposa, ponía en orden algunas cosas. Las dos entrañables hermanas se iban a separar por primera vez.

José María, Celia y Alicia formaron una triada muy unida por sus ideales y la acción. Durante por lo menos un cuarto de siglo, su casa fue también posada de los artistas populares que llegaron a la gran ciudad desde las alturas de los Andes. Sus coincidencias fueron vitales y la época de su más profunda búsqueda y producción se dio mientras estuvieron trabajando juntos. Su vinculación fue muy plena: José escribía sobre un mundo al que Alicia pintaba en sus cuadros y Celita los apoyaba íntegramente.
Especialmente a su marido, el escritor serrano que tenía que imponerse en un medio tan clasista y superficial como tiende a ser la sociedad limeña. Mis tías conocían muy bien ese ambiente, lo desafiaron constantemente al precio de algunos pesares de mis abuelos que las aprobaban en silencio y la censura de muchos parientes con resabios de “aristócratas” venidos a menos.

La tía y su escritor se fueron al pueblo de la sierra. A veces llegaban cartas y fotos. Mucho campo, sol, trigo, música: la esencia misma de lo que a ellos les gustaba. Viajaban a otros pueblos, su amigo Emilio Adolfo se les unió en un viaje a Huánuco; con Celia y José enlazados bajo el sol, quedó después de recuerdo una fotografía en traje de baño, felices.

Tiempo después volvió de visita “la pareja”, como los llamaba mi abuela. Entonces conocí a José María. Era un hombre muy sencillo, modesto y dulce. Reconocí en él a los amigos de provincia en las sierras donde habíamos crecido. Su aire infantil invitaba al juego, a los cuentos. Resultó ser un preguntón: quería saber nuestras historias, lo que habíamos conocido, escuchado, aprendido, comido, jugado, lo que los indios de esos pueblos nos contaban en las tardes.

Recordé el sabor de estas divertidas conversaciones mucho tiempo después cuando tuve en mis manos Canciones y cuentos del pueblo quechua (1947), colección de tradiciones, mitos y leyendas que reunió con un grupo de investigadores en el colegio donde estudié y en otros colegios del país.

Celia y José se instalaron al volver, en la casa de mis abuelos. Trabajaban mucho y ya no se podía jugar tanto con él. Su cuarto era un lugar fantástico para mí, mezcla de taller y de cuarto en que se vive y se descansa. Colmado de objetos de arte popular peruano, mejicano, de alforjas, chullos, quenas, mantas, charango, guitarra, papeles, una maquinita de escribir vieja y ruidosa en la que mi tía siempre tecleaba. José escribía a mano. Tenía una mano lisiada, yo había escuchado a mi abuela que cuando niño José había tenido una madrastra muy mala que lo maltrataba. Imaginé que tendría algo que ver con esos dedos encogidos y me daba mucha pena.

José María conversaba mucho con mi abuela en la penumbra del comedor; yo los contemplaba a través de una mampara, en que alguna tarde de invierno limeño que me apretaba el corazón con algo parecido al miedo. Desde mi sillita de mimbre veía como estaban juntos a la cabecera de la mesa, como si le estuviera dando quejas de lo que le habían dicho cuando niño. Mi abuela sacudía la cabeza, le hacía preguntas, le tocaba la mano.
Hablaba mucho con “la viejita”, como también la llamaba.

Cuando él estaba trabajando, no debíamos entrar a su cuarto. A veces nos llamaban a saludar a algún amigo que querían que conociéramos, a algún pariente, rápidamente. Allí conocí por primera vez a Alliocha, hijo de sus amigos los Ortiz Rescaniére. Le tenían predilección, era un niño inquieto, muy inteligente. A él se refería José María en su carta de despedida al Rector de la Universidad Agraria, Alejandro Ortiz, su discípulo muy querido.

Una tarde llegó a buscarlos un muchacho flaco, alto y narigón. Con las manos en los bolsillos del gabán, aire apurado, una sonrisa simpática y contagiosa; era Sebastián Salazar Bondy que había llegado de Buenos Aires; ingresó también a su grupo de amigos de la Peña. Otra vez, en el mes de Octubre, arreglaron los balcones de la casa para que llegaran sus amigos toreros a ver pasar la procesión del Señor de los Milagros, a echarle flores mientras subía el incienso. Manolete fue su conocido, lo mismo Dominguín y algunos otros señoritos toreros que practicaban en la hacienda Huando.

Tuvieron una casita en la playa de Supe, al norte de Lima. Era entonces un puerto hermoso, sin fábricas de harina de pescado. Allí invitaron año tras año a sus amigos de la Peña, después de la temporada comentaban con mi abuela los amoríos y acontecimientos del verano. Visité una sola vez ese lugar, cuando aún no estaba terminado de construir, cuartos sin techo, un patio mirando hacia el mar, macetas, conchas incrustadas en las paredes de los baños. Cuadros de pintores indigenistas en las paredes del comedor. Pasaron en Supe alegres momentos con sus amigos pintores, poetas, músicos.

Ella (Celia) su hermana Alicia y los amigos comunes, me abrieron las puertas de la ciudad de Lima, me hicieron más fácil mi no tan profundo ingreso a ella y, con mi padre y los libros, el mejor entendimiento del castellano, la mitad del mundo. Y también con Celia y Alicia empezamos a quebrantar la muralla que cerraba Lima y la costa – la mente de los criollos todopoderosos, colonos de un mezcla bastante indefinible de España, Francia y los Estados Unidos y de los colonos de estos colonos…”4

Mi abuela mencionó que José estaba terminando otro libro, que no había que entrar a su cuarto, ni tocar algún papel.
- Van a publicar un libro nuevo. Tu tía Alicia le ha hecho los dibujos; las viñetas, se debe decir.

Sí, ya lo sabía, había visto a Alicia ante un caballete. Me gustaba verla pintar, pero la importunaba haciéndole muchas preguntas que no sabían indiscretas. Le pregunté algo que la irritó tanto que me dio con la paleta en la cabeza, salí disparada y resentida. Así que no le conté a mi abuela cómo eran sus nuevos dibujos y menos sobre los cuadros que estaba pintando. Por lo general, le leía las críticas de arte sobre sus exposiciones, lo mismo sobre lo publicado respecto a José María. No entendía ni jota, a veces reconocía algún nombre, lo demás era aún muy complicado para mí. Pero mi abuelita disfrutaba mucho y se llenaba de orgullo.

- Lee eso de nuevo, ¿cómo dice, “excepcional”, “auténtico”?

Poco después apareció Yawar Fiesta. El día que llegaron algunos paquetes de libros de la imprenta, en su cuarto no se podía ni caminar. Algunos amigos, mis otros tíos y tías, mis primos, todo era un alborozo. La abuela me llamó esa tarde después del lonche, como siempre, para que le hiciera conversación.

A la cabecera de la enorme mesa, esta vez comprendí que no iba a escuchar la radio.
- Ven, Yola, léeme ahora el libro de José. Dime bien cómo son las viñetas.
Y sacó de su regazo un ejemplar nuevecito, se trataba de un libro de no excesivas páginas que le describí minuciosamente, el pie de imprenta, todo. Mi abuela, como dije, había crecido en Europa; regresó al Perú a los 26 años para casarse con don Carlos Bustamante y Gadarillas, de Arequipa. Ella hablaba cinco idiomas, pero prefería el alemán, sabía de memoria poemas de Goethe, Schiller. Al leerle Yawar Fiesta, nos deteníamos en las palabras quechuas.
- Parece alemán me decía. ¿Le gustará a la gente el uso de tanto quechua en un libro?

“¿Qué soy? Un hombre civilizado que no ha dejado de ser, en la médula, un indígena del Perú, indígena, no indio. Y así he caminado por las calles de París y de Roma, de Berlín y Buenos Aires…”5

Cuando habíamos terminado de cenar en la gran mesa presidida por mi abuela y a la cual se sentaban mis tres tíos, los siete nietos de entonces y mis padres; mis tíos elegían algunas noches a un par de nosotros para ir con ellos al Correo Central en la Plaza de Armas, para depositar las cartas. Me gustaba mucho hacer este paseo. Nos llevaban de la mano en la opacidad de Lima, a veces íbamos bajo la garúa. Lima no era todavía una ciudad invadida, ni despersonalizada. Tenía sabor colonial, casonas antiguas, zaguanes, ventanas enrejadas y macetas floridas, balcones coloniales que se veían en la noche como cajitas de encaje dibujadas por la luz interior. Ellos iban comentando la última reunión en la Peña, algo sobre su trabajo, proyectos. Aunque no comprendía sus conversaciones, sentía que ellos poseían una clave que los hacía diferentes, especiales, admirables.

Otras noches, nos iba hablando en quechua, haciéndonos recordar lo que habíamos aprendido en nuestras vacaciones en Huariaca, el pueblo minero donde mi padre se había establecido para vender madera a las minas. Nos enseñaba entonces algunas frases que cuando las estrenábamos con nuestros amigos del pueblo resultaban ser chistes colorados o palabrotas de ésas que dicen los indígenas cuando están eufóricos por el aguardiente y que no dejan de tener la frescura de su sencillez.

Mis tíos fueron también a México, luego hablaban mucho de ese país. Tuvieron gran amistad con Moisés Sáenz. Una fotografía suya estaba en lugar preferente –al lado de su caballete-, en el cuarto de mi tía Alicia. Hablaban de arte popular mejicano y peruano amenazado de ser destruido por el turismo, de la pobreza y abusos contra los indios. Cuando se ponían a trabajar en su obra, estaban como a una gran distancia, en un mundo que yo no podía penetrar, pero que los hacía vivir así como ellos eran:
Seres alegres, jóvenes aún, creativos y apasionados. Todo lo que los rodeaba adquiría un acento de belleza y plasticidad. Sus ropas, sus cosas, la disposición de los muebles, sus souvenirs, algunas plantas, los gatos, sin los que José no podía estar. Los recuerdo: José rasgueando su charango, en el ocio de una tarde feliz, cantando suavemente huaynos que me eran familiares, o sino el estentóreo: “¡Wifalalá! ¡Wifalaalaaá!”. De vez en cuando se lanzaba a bailar. José era como un niño más en la casa; todos lo admirábamos mucho porque mi abuela nos había enseñado a respetar la inteligencia, Cuando nació mi hermana Nora, mi madre le pidió que la cogiera en la pila. A José le agradó mucho ser padrino.

“Desde 1943 me han visto muchos médicos peruanos… y antes padecí mucho con los insomnios y decaimientos…”6
Los años después que terminé mi secundaria, veía poco a José María. Alguna vez me buscó en el diario “La Crónica” donde yo trabajaba y me pidió mis poemas que les lleve días después a su oficina en el Museo. Estaba nervioso, distinto, tenso. Viajaba mucho y se había vuelto famoso, se habían mudado varias veces huyendo de los ruidos que lo perturbaron siempre: los ladridos de los perros, las peleas de los gatos, las estridencias de los vecinos, el ruido de la calle. Algo se derrumbaba sutilmente y Celia pereció en ese caos. Se separaron el 1964, ella no lo había acompañado en sus últimos viajes, se iba con frecuencia a Chile por atención psiquiátrica. Toda la numerosa y conservadora familia mía no pudo comprender nunca por qué José dejó a Celia y menos que hubieran tenido que comunicarse hasta el final. Mi abuela sí lo hubiera entendido, si hubiera estado viva entonces.

Lo iba a buscar a la Galería de Arte donde trabajaba su nueva mujer. Una vez estuvimos con Ángel Rama, tomando café en el “Viena”, al lado de la Galería. Otra vez, en 1968, cuando yo alistaba mi viaje a Estados Unidos, quería conversar con él y despedirme. Me dio sus quejas sobre su salud, su desesperación. Luego me presentó a Sibila: era una mujer joven, sus ojos de una expresión profunda, vivaz, con un velo cálido en la mirada. Me quedé sorprendida, se parecía a mi tía Celia.

Alicia y Celia continuaron viviendo juntas. La primera sufría una enfermedad que la inhabilitó lentamente, trabajaba en el Museo también y el Dr. Luis E. Valcárcel viendo sus dificultades para movilizarse, le cedió su despacho del Director en el primer piso. Murió en brazos de Celia en diciembre en 1967. José María se suicidó finalmente en diciembre de 1969. Celia sobrevivió hasta 1973, cuando murió trágicamente camino a Supe, una noche de Agosto. Habían acabado separándose, víctimas fundamentalmente de un medio como es el Perú, tan duro e inclemente para con sus creadores.

José María y Celia no dejaron hijos. Alicia no se casó, pero irritó algunos convencionalismos limeños. Dejaron muchos libros, algunos cuadros, una magnífica colección de Arte Popular Peruano. Alguien me dijo un día viendo mis esfuerzos inútiles hasta hoy por organizar el Centro de Documentación y Archivo José María Arguedas: “Olvídate, parece que nunca hubieran existido…”
Pero, conforme pasan los años, parece que cantaran cada vez más fuerte con el maestro Oblitas en Los ríos profundos:

Aún estoy vivo,
el halcón te hablará de mí,
la estrella de los cielos te hablará de mí,
he de regresar todavía,
todavía he de volver.


(*) Cielo abierto. Vol. IV. Lima,. octubre 1980. Nº 11. Guillermo Flórez Pinedo, Presidente Consejo Editorial. Págs. 38 – 44.

ARGUEDAS Y LA UTOPÍA ANDINA / Alberto Flores Galindo

ARGUEDAS Y LA UTOPÍA ANDINA(*)

Alberto Flores Galindo





José María Arguedas



(Fragmento)

...Los “zorros” fue primero una investigación antropológica, una investigación sobre el fenómeno de la migración. Arguedas hizo un proyecto de investigación, lo fundamentó, y de la Universidad Agraria donde trabajaba consiguió en 1965 el financiamiento que le permitió disponer de un automóvil, ir constantemente a Chimbote, recorrer sus barriadas, imaginar encuestas que nunca llegó a hacer y entrevistas que tampoco hizo, salvo cinco realmente capitales. Empezó desde la vertiente antropológica, del lado que partía del mundo andino. Sea por la desavenencia con los intelectuales, o por descubrir que esos instrumentos no eran útiles para entender lo que pasaba, el proyecto antropológico se fue convirtiendo en una novela. Esto no quiere decir que se olvidara del proyecto antropológico. Lo original de El zorro...,como han observado algunos críticos, está en que es algo muy diferente de una obra convencional.

El proyecto antropológico se mantuvo ahí latente, mientras surgía la idea de escribir una novela. Reapareció un antiguo recuerdo. En los años 40, de regreso de Sicuani, vio cómo el puerto de Supe era trastocado por la llegada de la harina de pescado, Desde entonces, había imaginado la posibilidad de escribir una novela que tuviera como escenario un puerto. Recién en los años 60, este proyecto antropológico le abrió la posibilidad de llegar a Chimbote y de ver una ciudad que había crecido de la noche a la mañana. Una inmensa y gigantesca barriada en la que se podía encontrar gentes de todas partes del Perú, todos los acentos posibles del quechua, todas las formas del comportamiento, todos los hábitos posibles. Pero donde además estaba surgiendo algo nuevo. Algo que ya no era la reproducción de las categorías y de las formas de vida que los migrantes habían dejado en sus lugares de origen.

En 1967, en una carta dirigida a su editor Losada, en Argentina, le dice lo siguiente: “Yo en cincuenta y seis años, he cambiado don Gonzalo, desde el puro mito, desde lo mágico casi total, hasta lo que parece ser el siglo XXI. No es fácil sobrevivir a un cambio, a un proceso de cambio tan feroz. No he sobrevivido aún del todo. Por eso necesito ir a Montevideo, pero si alcanzo a recuperar las fuerzas, puedo contar un buen cuento, como para entretener a la gente, al modo de Los cien años de soledad, pero con otros elementos”.



Hay una serie de otros elementos y circunstancias que omito mencionar, pero este proceso de elaboración de los “Zorros” va a ser un proceso conflictivo en el mundo interior de Arguedas, acompañado de insomnios prolongados que lo obligan a recurrir a diversos psiquiatras en el Perú, en Santiago de Chile, en Montevideo, que lo obligan a hacer viajes que a veces, lejos de tranquilizarlo, lo ponen en un estado más tenso.

Al mismo Losada le dice: “No le habría escrito esta carta, si no hubiera logrado armar el esqueleto de la novela”. Decíamos, al principio, que una parte de su obra eran estas confidencias. Encontramos al final de la obra de Arguedas en los “Zorros”, que las diversas vertientes van confluyendo. El Arguedas antropólogo se va encontrando con el Arguedas novelista y con el Arguedas que se alimenta de sus vivencias, de su autobiografía. Se va encontrando también con los otros, y aparecen estas cartas.

La interrogante es que en la versión final las cartas son incorporadas a la novela, y que la novela estará estructurada alrededor de los diarios que este hombre escribe al borde de la muerte. Pero alrededor de los diarios surge también la descripción de Chimbote. Estamos ante algo distinto. No encontramos un nombre para denominarlo. Mezcla de ficción con autobiografía y con ensayo, Además, esto es lo final de El Zorro..., Quiere sostener y argumentar una teoría acerca de la novela.
. . . . .
Primero es el Arguedas que quiere ser aceptado por el mundo culto y erudito, el que quiere hacer una novela que tenga tanto éxito como las novelas del boom. Hay cartas de Arguedas dirigidas a Barral, el editor de Barcelona, Ha pasado por la relativa humillación de ser presentado a este editor por un hombre demasiado joven como lo era Vargas Llosa, quien conocía a Barral y era difundido en el exterior cuando Arguedas no salía de las fronteras nacionales. Ahora Arguedas ya ha sido editado en España. Pero entonces quería salir de las fronteras nacionales. Quería ser un autor como García Márquez. Después se da cuenta –y esto aparecerá en los diarios- que él no puede ser un autor como los del boom. Él no puede ser un autor como Cortázar. Él es otro tipo de escritor porque, además tiene otro tipo de público y vive en otro tipo de sociedad.

Su obra está, pues, en medio de estas tensiones intelectuales. ¿Cómo fusionar el ensayo, la novela y el testimonio? ¿Cómo dar forma a este mundo que llegó a denominar, en una carta dirigida a Jhon Murray, con una expresión metafórica ¿los hervores de Chimbote?




Chimbote es una olla enorme donde se ha echado de todo.
Una de esas parihuelas que preparan los pescadores,
y está hirviendo y no se sabe exactamente que va a salir,
ni que sabor va a tener.




“Me ha costado más de un año armar y desarmar incontables veces la traducción de los maravillosos mitos quechuas recogidos por el padre Ávila, a principios del siglo XVII en la provincia de Huarochirí; me dejaron así, sin fuerzas y determinaron, en gran parte, que se desencadenaran las circunstancias que me llevaron a ese malhadado occidente” (se refiere indirectamente al anterior intento de suicidio). “Pero en la entraña de esos mitos he encontrado la clave que revolvió la mañana en que había convertido el plan de mi nuevo relato”.

Esta clave es otro punto de encuentro entre el Arguedas antropólogo y el Arguedas novelista.

El Arguedas antropólogo es el hombre que ha descubierto mitos, que ha descubierto otras versiones del “Inkarri”, que ha hecho traducciones del quechua al español, por ejemplo, de los relatos de Avila. Este Arguedas antropólogo se encuentra en la novela con el Arguedas novelista. Un elemento vertebral en la novela es un relato que procede, a su vez, de un relato recogido oralmente por Avila a principios del siglo XVII en Huarochirí. Un cuento que refiere el encuentro de dos zorros: un zorro de arriba y un zorro de abajo, un zorro de la costa y un zorro de la sierra. El diálogo de los dos zorros será uno de los elementos o, si se quiere, el elemento vertebrador de la novela.

En alguna medida, esta novela también puede ser leída en términos de contraposiciones y disyunciones que plantean las novelas de Arguedas. Así, por ejemplo, el zorro de arriba puede identificarse con los ricos, con el poder, con la civilización, mientras que el zorro de abajo se puede identificar con los pobres, con los que no tienen poder, con la gente del pueblo y con los indios.

Pero hay otra lectura posible de la novela, donde el zorro de abajo aparece identificado con las hondonadas, con la tierra, con la muerte. Mientras el zorro de arriba son los serranos, es el quechua, el de abajo son los costeños, es el español. Pero, entre unos y otros hay elementos que los comunican como, por ejemplo, un cerro en Chimbote que evoca las huacas andinas, o el humo de las chimeneas de Chimbote que, por su forma vertical, evoca también la comunicación entre el mundo de abajo y el mundo de arriba. Hechas estas lecturas, quedan a medio camino los personajes que reciben la calificación de cholos, mestizos y vagabundos, personajes que Arguedas califica a veces como “amamarrachados”, que no tienen forma, Personajes intermedios que no tienen cabida en estas contraposiciones.

Lo cierto es que hay pasajes de la novela donde pareciera que hay que optar por uno de los zorros. pero hay otros donde, por el contrario, el ideal es la fusión de ambos. Por ejemplo, en uno de los diarios, refiriéndose a Gustavo Gutiérrez, dice como rasgo positivo: “te parecías a los dos zorros, Gustavo”. En otro momento dice de Edmundo Murrugarra, dirigente político: “tiene la cara de los dos zorros”, como algo positivo. Pero también a medida que la novela avanza, los zorros tienden a contraponerse. Esto aparece en forma más evidente en el discurso crítico que la novela sugiere, por ejemplo acerca de las posibilidades de la teología de la liberación y en la exaltación final de la figura del Che Guevara en que la novela deriva.

Para entender esto, hay que considerar también la presión política que los estudiantes de la Universidad Agraria ejercían sobre Arguedas. En una carta de 1967 dirigida a una escritora francesa, cuando empezaba esta empresa de los zorros, Arguedas hace una de sus reflexiones políticas más explícitas, sólo comparables con las que intercambiará con Hugo Blanco. ¿Pertenecer a cuál partido peruano?, dice “Existe el comunista moscovita, junto al cual me formé en mi juventud y que devino en conservador, dirigido por individuos profesionales, corrompidos hasta el tuétano, casi todos, existen unas cinco ramas del trostkismo y unas tres del comunismo castro-chinista (una versión todavía no completamente bien definida y adaptada de estas nuevas corrientes. que ha logrado renovar la izquierda en el Perú)”. Esto lo dice entre paréntesis y está pensando aquí en el movimiento Vanguardia Revolucionaria que surge en 1965 y que gana adeptos entre profesores y alumnos de la Universidad Agraria, que asisten a sus cursos, conversan con él y lo interrogan constantemente. “Leo sus manifiestos, conozco a sus principales dirigentes, algunos de ellos me entusiasman y los estimo muchísimo, me complace comprobar que sigo conservando ni ánimo juvenil –tengo 56 años-, que puedo alternar con estos heroicos jóvenes, a quienes decepcioné hace tres años al haber aceptado un cargo relativamente importante en el gobierno, pero al cual renuncié a los diez meses. Sigo creyendo que pertenecer a un partido en estos países, excluye al intelectual: lo hace blanco de la enemistad prejuiciosa. de los militantes de otros partidos“ . Decía esto en 1967. Pero prosiguen las presiones de los estudiantes; son los años de la guerra con Vietnam. Surge por entonces otro Arguedas, el Arguedas poeta, Escribe poemas a Cuba, viaja a La Habana y lo emocionan estos jóvenes que han hecho la revolución. La revolución cubana era, por esencia, una revolución de jóvenes. Jóvenes absolutamente improvisados que se lanzan a la aventura de construir una nueva sociedad. Lo emociona el contacto con este mundo. Lo emociona también el Vietnam. Por entonces realiza un viaje a los Estados Unidos y se desilusiona muy fuertemente de la sociedad norteamericana. En el avión de regreso de los Estados Unidos escribe un testimonio sumamente crítico sobre esa sociedad.

Arguedas comienza a experimentar cada vez más estas presiones políticas. Ellas van a influir en la elaboración de El Zorro... junto con las angustias personales y la necesidad de elaborar una obra literaria que diera cuenta de esta sociedad nueva que estaba apareciendo en el Perú. La única forma de hacerlo era rompiendo con los moldes clásicos, con las separaciones de las cuales el propio Arguedas había sido víctima a través de su vida. Era buscando las conexiones entre la poesía y el relato, entre la obra de ficción y el ensayo de interpretación, entre la novela y el estudio antropológico. Era buscando construir algo que, en los primeros pasajes de la novela, aparece como menospreciado, es decir una obra que fuera radicalmente inédita y nueva. Una obra que fuera como esa cultura mestiza. Una novela que pudiera ser “amamarrachada”, empleando justamente uno de los términos con los que Arguedas se refiere a los mestizos. Una obra, finalmente, que rompiera con los cánones convencionales de la novela y que fuera un texto radicalmente diferente. Que en esto Arguedas tuvo Arguedas no cabe la menor duda, para algunos autores. Por ejemplo, Martín Lienhard, autor de un libro muy importante sobre Arguedas, Cultura popular andina y forma novelesca, dice que “Con un balazo como punto final, El Zorro abandona el terreno de la literatura practicada como juego y abre una interrogación sobre la posibilidad y la oportunidad de la escritura novelesca en un país como el Perú”.

El Zorro... significa la ruptura de los moldes tradicionales de la novela. Esta ruptura es la irrupción del mundo andino y de la cultura popular, a través de Arguedas, en una forma burguesa y europea que es la novela. La imagen de la cultura andina aparentemente sitiada, asediada y confinada a un rincón, ha sido rota. Rota, por lo menos en este caso y en esta obra en particular. (Ojo: Ultimo diario).

Sometido a las presiones políticas que hemos reseñado, Arguedas ha llegado a una conclusión: que aquí, en el Perú, ya no basta con hablar o escribir sobre el mundo andino. Que el Apocalipsis y el momento milenario están cada vez más cercanos y que hay que poner punto final a todo.

En el último diario se sella prácticamente la novela, Arguedas dice lo siguiente: “... Quizá conmigo empieza a cerrarse un ciclo y abrirse otro en el Perú y lo que él representa... se abre el de la luz y de la fuerza liberadora invencible del hombre de Vietnam.”.

Arguedas llega a la conclusión de que él y la gente de su generación han fracasado. El texto ha sido leído como que termina el mundo andino y empieza el mundo occidental. Podría leerse también de otra manera: que los hombres de su generación han fracasado. Que ahora es el turno de los “heroicos jóvenes”, que son los términos en los que él se refiere a los alumnos de la Agraria. Que es una época de acción en la que hay que cambiar realmente las cosas y dejar de hablar de ellas o escribir sobre ellas.

Por eso creo en Lienhard tiene razón cuando dice: “La continuación de El Zorro no podrá ser literaria, sino política; la hará el lector colectivo que crece poco a poco, míticamente, en actor de la historia”.

Volviendo a las cartas intercambiadas con su editor Losada, en una de ellas Arguedas le decía lo siguiente: “Ahora el Zorro de Arriba empuja y hace cantar y bailar, él mismo, o está empezando a hacer danzar el mundo como lo hizo en la antigüedad la voz, y la tinya de “huaytayacuri”, el héroe dios con traza de mendigo”. En esa carta aparece el testimonio final acerca de la posibilidad de que este mundo fuera cambiado, de una manera sustancial y radical. Para eso, un hombre con los años que tenía Arguedas, con la formación intelectual que había adquirido, no era precisamente el tipo de personaje más adecuado. Influido por su viaje a Cuba, por lo que leía sobre Vietnam, por la nueva poesía, Arguedas escribe un poema a Túpac Amaru, inspirado en una fiesta que tuvo lugar en una barriada limeña. Quizás este sea uno de los textos, después de Todas las sangres , con más fuerte carga milenarista, con la idea de que algún día puede ocurrir un gran cambio, una transformación en este mundo, en esta sociedad, y que esa es la única carta esperanzadora que tiene el mundo andino. Arguedas quiso sellar todo esto con su suicidio. Llega a la conclusión de que él está incapacitado para vivirlo.

No es que sea la única razón por la que se suicida. El suicidio no sólo responde a preocupaciones racionales. Pero fue un factor que influyó considerablemente en él. Quizás una de las cosas más incómodas, las sublevantes y que nos interrogan más, es que la novela termina confundiéndose con la vida. Había dos cosas separadas, Arguedas como narrador y Arguedas como ser humano que tenía mujer, que no tuvo hijos, que tuvo psiquiatras. Al final, novela y vida se encuentran de una manera absolutamente irrefutable y demasiado cuestionadora para cualquier lector. El narrador, el novelista, se acaba suicidando y la historia de la novela es, en parte, la historia de los “Zorros”. Pero es en parte también, la historia de este suicidio –la novela termina con el suicidio de Arguedas- lo que confiere una autenticidad inusual a todas sus páginas.
Por eso es que algunos –Lienhard, entre otros- han querido ver en el suicidio de Arguedas algo más que un problema personal, algo más que un problema de angustia. Han querido ver la expresión de problemas mayores que han atravesado una biografía, pero que también han atravesado y atraviesan todavía a un país como el Perú.

Como decía al principio, se trata de indagar dónde está la actualidad de la obra de Arguedas. No creo que sea la respuesta cabal a la pregunta, pero, una parte de ella, sería que la actualidad de la obra de Arguedas. Está en la capacidad de compenetrarse con el país y de fundir, además, los problemas sociales y colectivos con los problemas personales.

(Versión revisada de la conferencia dictada el 10 de diciembre de 1986
en el Centro de Estudios Rurales Andinos Bartolomé de las Casas,
Colegio Andino, Cusco.)

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(*) Publicado en: DOS ENSAYOS SOBRE JOSE MARIA ARGUEDAS. FLORES GALINDO, Alberto. Lima, SUR. Casa de Estudios del Socialismo. 1992. Págs. 5 al 34. Recogemos parte de este documento por su importancia y mayor acercamiento a la vida del hombre, antropólogo y narrador José María Arguedas y especialmente conocimiento de Chimbote como lugar o escenario de su última novela El zorro de arriba y el zorro de abajo publicada póstumamente